miércoles, 2 de octubre de 2013

“Matar era mi chamba y la hice con pasión”

México, D.F.-  Buenas tardes”, me dijo el diablo que solía llevar una Pietro Beretta de cacha de oro al cinto.
Asesinó a cientos de personas, pero extrañamente eso no le ha quitado lo cortés. Cuando extiende la mano para saludar, sonríe y da un apretón firme, con una palma callosa, voluminosa, una manaza que ha jalado del gatillo en incontables ocasiones y que transmite una ligera corriente eléctrica. Destaca su sonrisa: blanca, de encías rosas y dientes alineados, con unos incisivos afilados, de zorro.
De su rostro, redondo e infantil, no escapa casi emoción alguna más que una tenue curiosidad, aunque en un breve temblor de los ojos color miel es posible notar un atisbo de crueldad, un vistazo detrás de esta máscara de civilidad que trae puesta para la entrevista, llevada a cabo el un pasillo de una prisión de máxima seguridad de Chihuahua.
—¿Tuvieron buen viaje? —pregunta José Enrique Jiménez, uno de los sicarios más prolíficos en la historia del país y al que se conoce mejor por su apodo: El Wicked, nombre de guerra que bien podría traducirse como el torcido o el malvado. Un hombre que bajo toda aritmética fue la máquina de matar más brutal que haya visto Chihuahua y, probablemente, México.
Las cifras de sus crímenes, lo que él define como su trabajo, permanecen ocultas entre la neblina de la droga la mayor parte del tiempo. Pero bajo su propio cálculo, participó de forma directa en la muerte de 150 o 200 personas en Ciudad Juárez y Chihuahua en la última década, lo que le haría uno de los mayores multihomicidas en la llamada guerra del narco.
Hasta su detención, en 2012, Jiménez fue sicario de profesión, una tarea que ejerció fría y eficientemente a lo largo de la década pasada. Durante esta etapa, la más violenta en Chihuahua, llegó a comandar a las “fuerzas de limpieza” de Los Aztecas y el cártel de Juárez, un eufemismo para referirse al grupo de asesinos encargado de eliminar periodistas, activistas, narcotraficantes y, en general, cualquier persona que se interpusiera en su camino.
Su salto a las primeras planas vino tras asesinar a la activista Marisela Escobedo, madre de Marisol Frayre, además de masacrar a 14 personas en un bar de Chihuahua, delitos por los que alcanzó la cadena perpetua.
Hoy ha aceptado conversar una hora. Sesenta minutos para hurgar en su mente y tratar de entender un lado poco explorado de la historia reciente del país: la de los hombres que por un sueldo —y la adrenalina de una vida fuera de la ley— se rentaron a los cárteles como gatillos a sueldo.
Es una entrevista con un hombre que llegó a administrar a una docena de matones en Juárez y que dice haber asesinado sin remordimiento, pero con pasión, “porque esa era su chamba y la chamba se hace con entrega”. Un muchacho que jugó de fullback en un equipo de El Paso y que soñó con ser marine de Estados Unidos, pero que usó su don de mando para una tarea mucho más siniestra: convertirse en una herramienta de precisión del cártel de Juárez.
“Hubiera sido un buen soldado”, dice este asesino, cuya arma favorita era una Beretta con cacha especial. Después de varias preguntas, admitirá algo que le pinta de cuerpo: se llegó a considerar un especialista en el negocio de la muerte.
 
Milenio

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